Uno de los principales factores de riesgo en el consumo de sal es una dieta con baja proporción de potasio.Los africanos evolucionaron en un ambiente caluroso y húmedo, por lo tanto necesitaban disipar el calor mediante el sudor; es así que desarrollaron una mayor capacidad para conservar sal y agua. Lo que en su momento resultó beneficioso es perjudicial hoy en una sociedad en la que el consumo de sal es muy alto y, por este motivo, esta población presenta un mayor riesgo de hipertensión.
En las mujeres, la prevalencia de sensibilidad a la sal aumenta gradualmente luego de la menopausia, principalmente debido a que disminuye la producción de hormonas sexuales femeninas. Las hormonas femeninas (estrógenos y progesterona) tienen un efecto protector al modular la acción de diversos factores como el óxido nítrico, la endotelina y el sistema renina-angiotensina.
El riñón es el principal órgano por el cual se elimina el exceso de sodio que ingerimos con la dieta y es uno de los principales reguladores de la presión arterial. Por esto, las personas que presentan una función renal alterada son más propensas a desarrollar hipertensión sensible a la sal. La enfermedad renal crónica es causa y consecuencia de la hipertensión arterial, ya que el riñón es uno de los órganos blanco afectados por la presión arterial alta.
En el período paleolítico los humanos, además de consumir mucho menos sodio que hoy, consumían una cantidad aproximadamente cinco veces mayor de potasio (alrededor de 11 g) que lo que consume un humano actualmente, aproximadamente 2 g por día. Diversos estudios demostraron que el potasio puede tener efectos antihipertensivos por estimular la eliminación de sodio en la orina. Por el contario, las personas con un déficit de potasio, tienen una menor capacidad de concentrar la orina.
La OMS recomienda un consumo de sodio no mayor a 2 g por día, esto equivale a 5 g de cloruro de sodio. En nuestro país el consumo diario de cloruro de sodio se estima en 11 g, muy por encima de lo recomendado.
La sal que consumimos se puede dividir en la sal “visible”, que agregamos al preparar la comida o en la mesa cuando esta ya está lista y representa el 20% de la sal que consumimos; y la sal “invisible”, que ya viene con los alimentos, y representa el 80% de la sal que consumimos. Cabe destacar que la sal invisible puede subdividirse en la que viene naturalmente en los alimentos (frutas, verduras, carnes, cereales integrales) y representa un 8% del total de sal consumida; y la sal agregada en los alimentos procesados (snacks, enlatados, embutidos, quesos, productos de panadería), que representa un 72% del total.
En nuestro país, a través del decreto 16/2017, se reglamentó la Ley N° 26.905 de Promoción de la Reducción del Consumo de Sodio, que plantea la reducción progresiva de la sal contenida en los alimentos procesados. La normativa regula la fijación de advertencias en los envases sobre los riesgos del consumo en exceso de sal; promueve la eliminación de los saleros en las mesas de los locales gastronómicos; fija el tamaño máximo para los envases individuales en los que se vende sal --que no pueden superar los 500 miligramos-- y establece sanciones a los infractores.
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